junio 15, 2008

HONOR Y GRATITUD - Por Juan Ignacio Boido




Domingo

Hace una semana, mientras Buenos Aires se levantaba, llegaba la noticia de que a Charly García lo habían acostado a la fuerza: había seguido de largo, no había tenido buenas noches y un GEOF de enfermeros y policías mendocinos lo habían acostado boca abajo contra la alfombra de un hotel y lo habían trasladado atado y medicado a un hospital. Las primeras imágenes, estáticas, pixeladas por esa urgencia infundada del ciudadano armado con cámara digital, eran dolorosas, sobre todo porque eran innecesarias. Los medios, como siempre, confunden ingenio con inteligencia, vacío con urgencia, y repiten como lelos: “Demoliendo hoteles”.

Se espera un parte médico.

Lunes


Se sabe que Charly García está dormido. Mientras, uno se entera de cuántas cosas despierta Charly García en momentos como éstos: cansancio, fastidio, morbo, pena. Eso delatan en la televisión los presentadores mientras repiten una foto que nunca deberían haber mostrado. Repiten y se repiten. Pero sobre todo, mientras duerme, Charly García despierta algo que no se nombra: despierta ponzoña. Tratar de explicarle a alguien por qué exhibir esa imagen, o cualquier otra de cualquier otro en una situación similar, es miserable, es igual que tratar de explicarle a un malo lo que es el mal. Hay gente así. Mucha. Hay gente que quiere orden hasta en la casa del vecino. Gente que pregunta “¿Hasta cuándo?”, gente que pide que “alguien haga algo”. Como si les importara. Como si les incumbiera. Gente que no tolera lo que ve en otro porque le refleja algo que no ve en ella.

Martes

Los noticieros están excitados: un miserable filmó con celular el momento en la habitación de hotel en que –palabras textuales– lo “reducen” (por favor: los jíbaros reducen cabezas, la policía reduce delincuentes, pero que los médicos no empiecen a reducir pacientes). Los canales emiten una y otra vez las imágenes. Un canal de televisión manda a un conductor a Mendoza. Encuentran miseria de primera: la médica que lo atendió –miradita al piso, cara de compungida– recrea palabra por palabra el diálogo que mantuvo esa madrugada en esa habitación. Más tarde, el camillero que lo trasladó hace lo mismo, cuenta lo suyo. Los dos están tristes: son fans. No se puede creer mucho en lo que se ve por televisión: lo que se ve en televisión es increíble. Alguna vez Fito Páez dijo que una de las muchas cosas que lo deslumbraban de Charly García era el modo en que hacía brillar el lirismo escondido en palabras comunes, en palabras opacas, en palabras como “carey”. Qué diría Charly García –qué palabras elegiría: Charly García tiene el don de elegir palabras– si pudiera ver lo que se dice de él. En 1988, en Mendoza, cuando golpearon la puerta del camarín al grito de “Somos la policía”, Charly García les contestó: “¿Y qué culpa tengo yo si no estudiaron?”. En 1998, en Mendoza, después de tirarse del 9° piso a la pileta del hotel Aconcagua (¡Aconcagua! Si eso no es elegir palabras...) abajo lo esperaban una cámara y un micrófono. “Charly, ¿qué sentiste?”, le preguntaron. La respuesta es anonadante: “Primero vacío y después mojado”. Ahora, en el 2008, en Mendoza, Charly García sigue dormido: no puede decir nada. Es triste y solitario tener esa sensación. La sensación de que uno puede dejar de compartir tiempo y espacio con Charly García. Este país es peor sin Charly García.

Miércoles

Charly García todavía no tiene el alta, todavía no vuelve a Buenos Aires. Entonces, quizá lo mejor es volver a Charly García. Volver a escucharlo. Hacer oídos sordos a las necro-ganas que destiñen los diarios y volver a escuchar canciones de hace años que no por eso envejecen, que por eso nos mantienen jóvenes, nos rejuvenecen. Volver a escuchar a Charly García y volver a encontrarse con uno: la historia argentina está en las canciones de Charly García, y en la historia argentina estamos nosotros. Con una diferencia: la historia argentina se repite, Charly García no. Charly García tiene una canción para cada banda digna del rock nacional. Tiene canciones con las que más de uno estaría hecho toda la vida. Tiene muchas de esas canciones. Cada disco de Charly García es un parte médico: un parte médico de todos nosotros.

Jueves

Charly García está en Buenos Aires. Charly García está mejor. El médico que da el parte dice: “Está mejor de lo que pensábamos”. Un presentador de noticias se confunde y se confiesa: “Los médicos dicen que está mejor de lo que esperábamos”. La familia lo acompañó de vuelta, los amigos lo visitan. Una vez un amigo me dijo: “Respeto por Yoko Ono. Cuando vos estás mal, Lennon te guiña un ojo. Cuando Lennon está mal, ¿quién se lo guiña?”. Ojalá Charly García tenga alguien que le guiñe el ojo.

Viernes

A la mañana ya casi no se habla de Charly García. Los medios, como animales de presa, ya no huelen sangre y se repliegan, vuelven a estudios centrales. A la tarde, la herida vuelve a sangrar: una intervención judicial podría dictaminar una internación en un psiquiátrico.

Sábado

Escuchar discos de Charly García. Lo mejor es escuchar discos de Charly García. Y escuchar, también, las canciones de Kill Gil, el disco que sigue sin salir y del que circula una versión sin terminar por Internet. Es un disco que –contra lo que parece– sólo se reserva el guiño cómplice para el título y el bonus track (una versión de “Play With Fire”, de Los Rolling Stones, con Andrew Loog Oldham, el productor de los Stones y del disco de García).

Kill Gil es un disco nocturno y triste, tristísimo. Hasta hace poco, Charly García tocaba en sus shows una versión punk de “Los dinosaurios”. En Kill Gil, no la toca, no hace falta: está “Los fantasmas”, en donde bailan y patinan los dinosaurios de la democracia. Escuchar “Un corazón para colgar”. Escuchar “Corazón de hormigón” con Palito Ortega: escucharla de nuevo y descubrir que es algo así como la versión “Hablando a tu corazón” de esta Argentina tachín tachín. Escuchar la remake densa y acabada de “Transformación”, aquella canción del disco Seru 92, con un estribillo conmovedor que dice: “Volveré a abrir tu corazón, aunque pasen mil años, te daré mi amor”. Charly García sabe elegir palabras. Charly García usa mucho la palabra corazón.

Domingo

Escuchar “In The City That Never Sleeps” –una gran canción en inglés de Charly García– y una versión nueva –una versión mejor, otra canción extraordinaria de Charly García en inglés: Charly García también sabe elegir palabras en inglés– de “Happy & Real”. Escuchar “Mirando las ruedas” el cover de Lennon, donde canta en castellano: “Dicen que estoy loco, haga lo que haga”. Escuchar y sonreír con “La novia o el rehén”, donde el fantasma del desamor tiene la furia incontenida de King Kong. Escuchar –por último– “Pastillas”, una de las mejores canciones del disco, una canción tristísima que planea sobre la ciudad de noche,
llena de buenos consejos de un padre a un hijo.

Feliz Día del Padre.

De parte de todos nosotros.

Y gracias.

Y buenas noches.

Diario Página 12 - Junio 15, 2008




junio 11, 2008

Charly García: El infierno por TV


Por Marcelo Figueras *

Hace unos cuantos años, cuando yo todavía trabajaba en un diario argentino, Charly García protagonizó uno de sus múltiples escándalos –creo, ahora que escarbo, que se trató de la vez que alguien lo internó en una clínica– y yo me sentí obligado a escribir una columna sobre el tema. Por suerte la olvidé por completo; ojalá de-sapareciese de todos los archivos. Imagino que le reclamé que siguiese a la altura del mejor momento de su vida (el mejor momento para mí, cuanto menos, en tanto fan de su música) y que viviese su condición de artista no sólo como un don, sino como una responsabilidad. (Mi, mi, yo, yo: todo lo que me importaba, presumo, era que García produjese más canciones como las que marcaron mi vida entre los años ’70 y ’90.) Recuerdo, eso sí, que Fito Páez se enojó conmigo. Creo que hasta se tomó el trabajo de llamarme por teléfono. Debo haber pensado que Fito le tenía tanto cariño que se sentía en la necesidad de perdonarle todo cuanto hiciese. En cambio, yo era un periodista y por mi voz hablaban todos. El rol de fiscal me sentaba naturalmente.

Ayer vi en un noticiero unas imágenes que me partieron el alma. Ya me había enterado de que Charly había protagonizado un nuevo escándalo en Mendoza, producido destrozos en un hotel y terminado internado, primero en un hospital y luego en una clínica psiquiátrica. La noticia me había entristecido, como me ocurre cada vez que Charly aparece en las noticias por estas razones; a esta altura de mi vida creo haber comprendido lo que Fito quiso explicarme entonces, y sé que no tengo nada que perdonarle a Charly –es su vida y tiene derecho a hacer con ella lo que quiere, o bien (como nos ocurre a todos) lo que puede–, en todo caso lo que sí tengo es mucho, muchísimo que agradecerle. Pero lo que vi me estremeció hasta los huesos.

Alguien –vaya a saber Dios quién; en cualquier caso, que ese mismo Dios se apiade de su alma– se tomó el trabajo de filmar, supongo que con un teléfono móvil, la escena en que varios paramédicos reducían a García en aquel hotel de Mendoza. Era evidente que ya lo habían sedado, que lo habían puesto boca abajo y atado la mano derecha a su espalda. El audio es deficiente, pero bastaba para que uno oyese lo imprescindible. Primero el tono de la voz de García: lastimero –vaya a saber cuántas cosas le habían inyectado ya–, sonaba como suenan los corderos cuando se los desangra sobre una jofaina –boca abajo, también–. Lo segundo inteligible eran algunas de sus palabras, repitiendo lo mismo en todas las variantes posibles: hijo de puta, hijos de puta. Incluso en el peor de sus momentos, García se las arregló para anticiparse en el tiempo y proferir el único calificativo que cabe a aquellos que perpetrarían lo que estaba por venir.

¿Existe alguna justificación válida para difundir esas imágenes en un medio de comunicación público? Y por favor, no se les ocurra decirme que eso es periodismo, o mentar el sagrado derecho del Soberano a la información. A esa altura de la soirée ya sabíamos todo lo que era necesario saber sobre el asunto: que Charly había sufrido uno de sus episodios, que estaba internado y que su estado de salud era estable. Full stop. Más allá de estos datos, nadie que no fuese pariente o amigo íntimo tenía derecho a saber otra cosa. Ni siquiera los fans. ¿Toleraría cualquiera de ustedes que alguien mostrase por TV imágenes del momento de mayor indefensión en sus vidas? ¿Creen, en todo caso, que el hecho de no ser famosos los protegería en caso de que su vía crucis personal se convirtiese en noticia?

Esas imágenes constituyen el momento más bajo, más degradante del periodismo televisivo que he visto en mucho pero mucho tiempo –y eso que viene protagonizando uno de sus peores momentos, hecho evidente durante el lockout de empresarios agropecuarios–. ¿Debo pensar que es casualidad que esas imágenes hayan tenido tanto despliegue, justo cuando la Presidenta dejó a los Cuatro Jinetes del Campo sin discurso y había que llenar pantalla con algo que ya no fuesen las rutas?

No hay derecho a usar a ningún artista como commodity, por popular que sea; y ni siquiera en el caso de que el presunto artista o celebridad esté más que dispuesto a ser utilizado. En el caso particular de García –gracias, Fito–, se trata de un artista que iluminó las vidas de millones de argentinos, convirtiéndolas en algo mejor de lo que tenían derecho a ser por sus propios medios. Lo mínimo que se merece es respeto. La exhibición de esas imágenes fue degradante para él y nos llenó de vergüenza a todos los que no podíamos creer lo que estábamos viendo. Yo lo considero el hermano mayor que nunca tuve. Y a los hermanos, aun en el caso de que sean pródigos o infames, no se los expone ni difama en público: se los abraza, se los preserva, especialmente cuando están caídos.

Ojalá que no sea una cortina de humo lo que se dice por ahí y que deroguen de una maldita vez esta ley de medios de la dictadura que todavía padecemos.

* Escritor y periodista. Autor de Kamchatka y El espía del tiempo. Esta nota se publica hoy en el blog elboomeran.com

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Charly García: cuando me empiece a quedar solo



Charly García. Gentileza Archivo La Nación.


ROLLING STONE 11.06.2008

Los ojos muy lejos y un cigarrillo en la boca… El símbolo máximo del rock local tiene un gran disco terminado que no puede editar, le cortaron el teléfono por falta de pago, no quiere salir de su casa, está peleado con su hijo, pero se confiesa dispuesto a dar batalla contra la mediocridad y el negocio del rock nacional: “Dream is over”, dispara desde su cama. Vida, pequeñas anécdotas sobre las instituciones y el aguante de un hombre que vive en estado musical permanente.

Yo soy un genio, no tengo por qué vivir en una cama, dice Charly García y la palabra “cama” es una escupida que queda suspendida como espuma de pura rabia en el agujero sin dientes que le dejó en la boca la infame paliza propinada por los patovicas de La Trastienda en diciembre del año pasado. Está muy enojado, y encima desde enfrente, por la ventana, entran las ondas de una antena de radio que, me cuenta, emite pura maldad. Total interferencia.

La mujer maniqui contra la pared es roja y tiene un agujero en el pecho. Charly está sobre la cama y no se mueve de ahí porque tiene todo lo que necesita al alcance de la mano; Charly no va de la cama a ninguna parte, ni siquiera al living, que aparece inmaculado y limpio en comparación con el caos de su cuarto-cueva. Sobre la cama muchos CDs –la mayoría en blanco, sin clasificar, mezclados y manoseados–, dos botellas de whisky a medio tomar, papel blanco para dibujar, cigarrillos, la belleza de Mecha, su novia modelo, ceniza y restos de cigarrillos, papel para armar, y los masters de Kill Gil, el disco que no puede salir y que escucha obsesivamente en un equipo anticuado y reciclado a lo García, negro y rojo, con todos los circuitos al aire.

“Está todo mal”, dice y mira indignado, con el dedo medio en un fuck you que sería tierno o desafiante si viniera de un adolescente, pero la sensación es más compleja porque se trata de un hombre de 55 años que desborda talento y furia, mientras se balancea de atrás para adelante sobre esa cama inquietante. El que lo visita tiene que sentarse frente a la cama, y puede elegir entre una silla de plástico desvencijada o una banqueta de baterista. También (claro, si Charly lo permite), el visitante podría sentarse sobre esa cama tan inmóvil, pero el colchón está vencido y sólo soporta el magro peso de su dueño. Además, no hay lugar para ubicarse entre los montones de diarios apilados. Y la forma en que Charly pone al mango su nuevo disco para evitar charlar cuando no tiene ganas de charlar también es expulsiva. La cama hace recordar a aquella radio a todo volumen. Sólo que ahora la prisión es suya, y la música no es apacible. García grita sobre su propia canción, “No importa”, que abre Kill Gil, pop pesado que suena brutal. Hace cuernos con los dedos, mira a los ojos y escupe: “No importa si te querés ir/ No importa si estás/ No importa si querés venir/ No importa si vas/ No importa la revolución/ No importa Chopin”.

Esa letra es una trampa, porque a Charly le importan muchas cosas y se hace una mala sangre espantosa por cantidad de cuestiones, desde la carrera musical de su hijo Migue hasta la mediocridad –o más bien nulidad, en su opinión– del rock argentino, pasando por, obviamente, la imposibilidad de lanzar Kill Gil, la estupidez irreparable de la gente y el hecho desconcertante de que está quebrado, de que no tiene plata.

Hoy mismo, a diez años de la tapa fundacional de esta revista, es difícil dar con él: tiene el teléfono cortado por falta de pago –al menos así fue durante las dos semanas en que se hizo esta entrevista–, y sus contactos con el afuera son muy escasos: para hablar con Charly hay que llamar al celular de su empleada, y a veces al de su prima (eso depende de cómo esté la relación entre ellos, que es algo explosiva). También se puede llamar al celular de la hermosa Mecha, la morocha de piernas largas y ojos gatunos que lo acompaña, pero no es tan fácil: en nuestro primer encuentro, Mecha no podía encontrar las llaves entre la acumulación de cosas y basura de la habitación de Charly, así que bajó sólo para avisar que no se podía entrar –ni salir– hasta que volviera la prima Adriana con su propio juego de llaves.

–¿Y podés llamarla por teléfono, tiene celular?

Le tocamos el timbre al encargado. Atiende su esposa. Cuando escucha que vienen a ver al señor Charly García dice, con un malhumor espantoso, que el encargado está durmiendo y buenas noches. Mecha confirma que tienen una mala onda atroz.

–Compremos una tarjeta para tu celular, dale.
–Dame un rato más a ver si encuentro las llaves. Ya vengo.

Aparecen, finalmente. No es nada raro ni escandaloso que uno no pueda encontrar sus llaves, claro; pero la sensación de extrañeza flota cuando los signos de aislamiento se acumulan y la obsesión de Charly por la prisión, por el encierro, empieza a cobrar una forma que espanta.

Al departamento de Santa Fe y Coronel Díaz se entra por la puerta de servicio, que hay que abrir a los empujones; la principal está cancelada porque se perdió la llave –y nadie la reemplaza– y además está rota de alguna forma que la inutiliza; aunque seguro es fácil repararla, el problema es quién podría hacerlo, porque a Charly qué le importa. Para amantes de las metáforas eficaces: la puerta principal no se puede abrir, la de servicio

no se puede cerrar. En la heladera, hay Coca-Cola y Fanta para su vodka. Comida no, al menos a la vista. El televisor está roto, decorado a lo García también, en el medio del living, con el tubo agujereado. Ya no es eléctrica compañía sino un cacharro pintado. El único sillón perdió tanta goma espuma que ya es casi un banco de plaza. Es posible que Charly García sea la única estrella de rock que vive así, en una intemperie cotidiana de la que reniega a gritos, aunque de a ratos insiste con su idea fuerza, el combustible para este caos que él mismo motoriza: que la música no está para hacer plata. De todas las profecías sobre su mediana edad escritas cuando era joven, la más errada es aquella de “una vejez sin temores y una vida reposada”. A veces da la impresión de que Charly vive exclusivamente de música; no sólo para la música, eso está clarísimo hace mucho, sino que la música es su alimento, su materia vital. Alguna vez dijo que la música existe en este planeta porque hay aire: el universo es todo silencio.

Hace diez años, cuando grababa El aguante en Miami, la situación era muy distinta. Fines del uno a uno y alojamiento en el espectacular Delano; allí lo visitó Sergio Marchi para escribir la primera tapa de Rolling Stone: Charly grababa en los estudios Criteria y tomaba margaritas. María Gabriela Epumer estaba viva, Charly todavía no había visitado a Carlos Menem en Olivos, y el experimento impresionista de Say No More aún parecía una etapa, no el camino decisivo, complicado y coherente que es hoy.

“Miro al arco y esquivo patadas como Diego en el gol a los ingleses”, dice Charly, y concede que capaz Maradona es más genio que él, aunque los dos serían, claramente, los únicos genios de la Argentina. “Y si Diego quisiera ser músico lo sería, y sería genial, porque cuando uno es genio, es genio para todo.” Y retoma. “Yo no me puedo hacer cargo. Los únicos que nunca me cagaron fueron las putas, la policía y los fans. Todos los demás me cagaron. Quiero que el país me arregle esto, que alguien me lo arregle. Yo no puedo.” Charly quiere tratamiento especial, y cree que lo merece. ¿Es una demanda descabellada? ¿Por qué habría que hacerse cargo de Charly García? ¿Porque es un genio?

¿Porque es parte del imaginario nacional? Argentina no se caracteriza por cuidar de su patrimonio. Más bien podría decirse que es un país con una personalidad bastante autodestructiva, y en eso también, fatalmente, dos de sus máximos ídolos, Maradona y Charly, se ven en el espeluznante destino de reproducir la neurosis nacional.

Esto a lo que se refiere Charly con un gesto amplio de sus manos como garras, esto, lo que hay que arreglar, no es una sola cosa. Pero es, básicamente, una decadencia económica que a Charly se le antoja escandalosa. El le dio forma a la cultura popular de este país, sostiene. No es posible que lo hayan (hayamos) abandonado. “La gente es de determinada manera por mí. Sin mí existirían, pero serían diferentes. ¿Estamos? Bueno. Bueno. Entonces, no quiero el Oscar en vida.” Después contará, caóticamente, algunas de las causas de su crisis económica: Daniel Grinbank lo habría estafado con un contrato en la era Serú Giran. “Es Satanás”, define y no es abrupto. Son rencores que se remontan a los inicios del rock nacional como negocio, pero que Charly mismo pintó con aerosol aún fresco en sus paredes: cuenta que lo hizo firmar un papel en blanco donde cedía todos sus derechos, que después compró por apenas 300 mil pesos de aquella época el empresario Pelo Aprile. También su propia madre sería parte de una conspiración que le quitó plata cuando estuvo internado en un instituto psiquiátrico; y finalmente tiene embargado el dinero de SADAIC por juicios que le hicieron músicos –él sólo nombra a Rinaldo Rafanelli, pero otras fuentes hablan de varios más– a quienes no les habría pagado un dinero que supuestamente les correspondería. Debe existir el vericueto legal para que García pueda cobrar el dinero que le corresponde mientras se resuelven las demandas, pero

¿lo consultó con algún abogado? De a ratos dice que sí, que va a iniciar alguna acción. Pero se enoja otra vez. Porque él es un artista, él no puede estar ocupándose de estas cosas. Tiene razón: la mayoría de las estrellas de su estatura, la mayoría de los artistas que crean y viven en el caos necesitan la ayuda de alguna cabeza fría. Ya lo dijo en su entrevista de RS 1: “Yo soy lo que hago y son las mismas canciones las que te arrastran a esos estados emocionales jodidos para el que no puede bancarse un estado emocional así. Entonces, la gente jode y pretende que vayas al banco a las nueve de la mañana después de haber grabado toda la noche, y una serie de pelotudeces así”. Hoy, Charly está solo. Es difícil puntualizar cómo se fue desarrollando la pérdida del entorno, pero averiguando entre gente del mundo de la música, la explicación, que viene acompañada de un encogimiento de hombros, es casi siempre la misma: “Se peleó con todo el mundo”. Casi. Había fans que llevaban aquel brazalete que diseñó hace unos años, él los llamaba Los Aliados. Antes solían quedarse en la puerta de su casa. Ahora no aparecen tanto. Puede ser una desaparición circunstancial, y muchas veces se subestima la importancia de García para los artistas más interesantes de las nuevas generaciones: Irupé Tarragó Ros era una de las portadoras del brazalete; Celeste Cid fue la musa de “Asesíname”; Albertina Carri eligió la canción “Influencia” para cerrar Los Rubios, su documental sobre la desaparición de sus padres y la construcción de su propia identidad. Palito Ortega, que canta con Charly en Kill Gil (la épica “Corazón de hormigón”) y que prestó el estudio de grabación, decía: “Lo que necesita es un manager con «M» mayúscula”. No lo tiene. “Mi último manager está preso en España”, cuenta Charly. “Y hace poco me estaba ayudando Gaby Alvarez, que no va a salir por un rato largo.” Con su hijo Migue, que lo ayudaba con las finanzas, las relaciones están cortadas. Charly se ríe espasmódicamente, con algo que sólo puede definirse como pícara amargura. “The dream is over”, repite, y vuelve a arremeter furioso: “Yo soy lo más y todo lo demás no existe. Quiero que publiquen eso, pero no dicho por mí, sino porque lo piensan. ¿O son sordos? ¿Catupecu Machu es música? ¿Babasónicos es música? ¿Los Piojos? ¿Airbag? ¿Cómo puede ser que ellos graben discos y a mí me rechacen Kill Gil? Un grupo de tarados que no sabe cómo afinar una guitarra, es ruido, hay una diferencia con lo que yo hago”. Lo dice a los gritos. “Anotá: «Dream is over». Anotá. ¿Por qué los críticos ponen que esos grupos son buenos? ¿No entienden nada? ¿Es todo negocio, es para vender revistas?”
– A lo mejor les gustan esas bandas. A lo mejor escriben de buena fe, ¿no se te ocurrió?
–Entonces que se vayan a la mierda. Morirán siendo argentinos, mediocres. El rock se volvió una cagada. Se terminó todo.

El Kill Gil que se filtró a fines de 2006 por Internet es parecido al que tiene Charly García en su casa, pero no es tan bueno. Nunca dejó de trabajar en el disco, con esa técnica de sobregrabaciones, collage, loops, superposiciones, para quebrar “la manera cuadrada de hacer discos”, y suena cada vez mejor, más completo, con canciones que están a la altura de los mejores momentos de su carrera, especialmente una llamada “Pastillas”, que es tristísima, estaría dedicada “al hijo” y es “lo contrario a «Plegaria para un niño dormido». “¿Viste que los padres les cantan y les escriben a los chicos para que se duerman? ¡Yo quiero que se despierten!”. “Te doy este auricular y un disco para mirar/ Y una receta más para que salgas a pasear/ La gente que nunca duerme es más real/ No sé si la luna te hace reconciliar/ Te voy a dar un colchón con ruedas y un planeador para que puedas ver toda tu vida desde acá/ No sé por qué estás durmiendo a esta hora ya/ Mentiras y un hogar que no es mi hogar.”

En estos años, Charly vio crecer como músico a Migue, que primero formó parte de A-Tirador Láser y después editó su primer disco, Quieto o disparo. Justo después de ese lanzamiento empezó la gran batalla. Doméstica, familiar, discográfica, musical, ética. Charly tiene un contrato con el sello EMI por tres discos. En 2002 entregó Influencia, en 2003 Rock and roll yo. En el medio, el sello contrató a Migue. “Ni siquiera tuvieron la deferencia de decirme que habían firmado con Miguelito. Era una cuestión de cortesía, de educación.” De ahí en más, escalada y confusión: Charly presiona para que su hijo no toque en el Gesell Rock, lo consigue, y da su propio concierto de cuarenta minutos con dos horas de retraso. Kill Gil aparece online y algunos fans creen que lo colgó Migue, en una evidente puñalada por la espalda; Migue y Charly se pelean violentamente, con cuchillos, y el padre se va de la esquina de Santa Fe y Coronel Díaz al hotel Bauen (de donde lo echan), al Hotel Faena y finalmente a una clínica, donde le hacen un chequeo. Todo con apenas una bolsa como equipaje. Ahora al menos se toleran en el mismo inmueble. Se dice que Charly quiso vender el departamento donde vive Migue, dos pisos debajo del suyo, para tratar de paliar su crisis. El padre no habla de eso. Pero sí contesta qué le molestó tanto de Migue-músico.
–Yo seré un loco pero, como ya dije antes, creo que la música no es para hacer plata. Gran parte de la gente joven que hace música ahora lo hace exclusivamente por la plata. Y eso me sublevó de Miguel: que no haya entendido el chiste. No nació de un repollo, digamos. Con los viejos está todo bien y con los pendejos también, el problema son los del medio. Una vez le dije: “Si hacemos el mejor disco del mundo, ¿te copás, aunque no venda nada?”. Me dijo que no, y le dije: “Sos un pelotudo”. Primero, porque el mejor disco del mundo no puede no venderse. Y segundo porque si no tenés ningún ideal, ¿qué música puede salir? Antes se trataba de tener algo para decir, de una búsqueda, no de contar cómo conociste a una minita una tarde de lluvia y la querés mucho y son novios. Eso es todo para ellos. Es increíble. Se fue todo al carajo. Ni hace falta saber música, aunque estaría bueno que sepan música, pero en fin... Con idealismo, aunque sepas tres tonos, eso es rock.

– ¿Por qué creés que hay tanto conformismo?

–Lo que voy a decir ahora puede parecer fascismo, pero no lo es, nada que ver. La situación de que haya un enemigo claro, y que te tengas que jugar por algo, hace la hamburguesa de la canción. El arte era mejor cuando estaban los militares. Yo a Videla le dije en la jeta: «A vos no te gusta la música que yo hago, pero a tu hija sí». Yo a ese tipo le gané, ahora no puede salir y está encerrado bancándose la cara de orto de su mujer. ¿Y para qué le gané? También para que el rock argentino sea mejor, para que creciera. No sirvió para nada.

– Hay enemigos, sin embargo.
–Sí, pero diseminados. El enemigo está en los celulares, está en la gente, ahora todos son botones. Y lo global es el enemigo. Lo que es global no sirve para un carajo. El castellano neutro es una mierda. Lo neutro es una mierda. Aquel clisé que dice “pintá tu aldea” terminó siendo cierto.

El primer encuentro con Charly se extiende después de la medianoche, y él se la pasa dibujando mientras escucha su disco. Con una lapicera hace cinco estrellas y firma “Yoko Ono”, porque ella le dijo que Kill Gil merecía ese puntaje. Dibuja pentagramas, rompe un extraño libro de fotos de presidentes argentinos que parece una publicidad oficial –y que él intervino con collage y consignas– y lee un cuento –enviado por un fan– que él protagoniza como Satanás y que le gusta mucho. Es preferible que dibuje, porque parece tranquilizarse: por teléfono, antes del encuentro, jugueteó con la idea de dedicarse a la pintura y dejar la música. Es preferible que dibuje, porque así discute menos. Esa noche a mediados de marzo, Charly tenía ganas de pura autoindulgencia. Ganas de no estar de acuerdo jamás y tomar examen permanente.
–¿Sabés quién es Pete Townshend?
–Sí.
–Ah, bueno. Porque ahora nadie sabe nada. Saben de Shakira, de Juanes, de esos colombianos sin apellido, pero de artistas y músicos de verdad, nada. ¿Sabés inglés vos?
– Sí.
–¿Sabés qué dice Andrew Loog Oldham del riff de “Break It Up” [una canción de Kill Gil] ?
– ¿Qué dice?
–Que es el mejor que escuchó después de “Satisfaction”. Anotá eso. Poné eso.

El buen humor dura poco. Sigue rabioso y ahora escupe sobre discos de Pink Floyd. Trabaja duro para portarse como un ser odioso con caprichos de hijo único: a veces dan ganas de pegarle cuatro gritos. No es que surtan efecto alguno. Charly pelea: es mejor que estarse quieto, es mejor que ser un vigilante. Se pone peor cuando recuerda lo que pasó en La Trastienda. Resulta que tocó bastante, y después se bajó del escenario; al rato, quiso volver y amagó con un show de 24 horas, o por lo menos de tiempo indeterminado. Las versiones a partir de acá son varias, pero lo que es seguro es que al menos alguien le dio un trompazo de lleno a García. Hay algo que a Charly le duele más que las piñas de esa noche, incluso más que el portazo que le dieron en la cara al día siguiente, cuando se presentó para continuar con el ciclo de shows que, de forma sugestiva, se llamaba “Olvidate del rock nacional”. Le duele que sus pares y los medios y mucha gente hayan salido a señalarlo, a “preocuparse”, en vez de solidarizarse. “Me pegan por querer tocar hasta cuando se me cante. Me pegan por romper guitarras. ¿No vieron MTV? Después me pusieron un guardaespaldas cuando fui a ver a Björk para que no armara quilombo. Igual fui al backstage y le dije a la islandesa que ella no me llegaba ni a los talones. Me miraba, no entendía nada. Son una hijos de puta: a Luis Alberto [Spinetta] no lo dejaron pasar porque no tenía entrada.”

Charly no acepta mostrarse domesticado en nada. Sus pares son el Jimi Hendrix que incendió su guitarra, el Keith Richards que casi va preso de por vida en Canadá por tráfico de heroína, el Prince que reemplaza su nombre por un signo y se pelea con las discográficas escribiendo “esclavo” en su frente, el John Lennon que asegura que los Beatles son más famosos que Jesús. Ese fuego permanentemente avivado es rock, dice Charly, y tiene razón. “Hay gente que se cae de una silla y se mata. Yo me tiré de un piso nueve”, y sonríe, y lo que parece estar diciendo es que él no sigue aquella máxima atribuida a Gustave Flaubert que dice algo así como que uno debe ser ordenado y aburrido en la vida personal –un burgués– para ser revolucionario en su arte. García vive en la incomodidad, el límite y el riesgo, y produce desde ahí. No es un lugar tranquilizador, no es artista tranquilizador, y él no está para nada tranquilo.

“¡Anota!”, grita Charly y señala con el dedo el cuaderno. Se balancea sobre la cama y proclama su decálogo nuevo.

1. La entrada es gratis, la salida vemos.
2. La vanguardia es así.
3. Mi capricho es ley.
4. Lo único que se les pide es obediencia y amor.
5. Si cobro más barato, me encuentro con gente que conozco.
6. De todo genio nace un cretino (Adolf Hitler).
7. Say No More no escucha, emite.
8. Y si no te gusta, te podés matar.
9. Esto es la medida musical contra la cual se compara el resto de la música llamada rock pop hip-hop house Pettinato Leo García Mimi Maura y Björk.
10. Maradona.
11. (Bonus) Los de Palermo Hollywood se visten como plomos de Oasis.


Se lo ve muy satisfecho con su decálogo una vez que termina de dictarlo. ¿Y se lo ve bien, a él? De a ratos. Esa primera noche, que es cuando dicta el decálogo en un raro intervalo sin música a todo volumen, ciertamente no. Pero en el segundo encuentro, después de varias horas de sueño y a la luz del día, tomando vodka con Fanta, está mucho más tranquilo, y muy inteligente, y muy amable, aunque desconcertado por el cambio de paradigma que le resulta incomprensible. Esta nueva era “con esa Internet y esos MP3 que tienen ustedes”. Charly no tiene computadora en su casa, ni dirección de email. No la enuncia claramente, pero también está emprendiendo una cruzada antidigital, y se solidariza con los fotógrafos que, como él, ven el avance de los aficionados con sus camaritas, esos que creen que es arte sacarles fotos a sus propios dedos gordos del pie. Ese segundo día, con la habitación despejada, la luz del sol en el cuarto y los diarios de Kurt Cobain sobre la cama, también derrocha generosidad hablando de música con ingenio y amor, con un conocimiento que aún hoy sorprende y encandila: “ Kill Gil está todo afinado en La, recorre todo el disco. La es el metro, es casi la norma. Afinar antes era fácil: levantabas el tubo y listo, porque La es la nota del tono del teléfono. Mejor dicho, era. Ahora cagaron eso también: hasta el teléfono desafinaron. El Si bemol es la nota del pánico, de la alarma, todas las sirenas están en Si bemol. Es la clave del metal. Do es un gordo de Mar del Plata. Re es la nota romántica. Mi es la delincuencia, es la nota del rock, es filosa y puntiaguda. Fa es la más blanda, tan blanda que podría ser Fa séptima... es la bossa nova. Sol es femenina, es el folk, Joni Mitchell. La es la directora de escuela, flaca, recta, y Si es George Sand, la mujer de Chopin, una lesbiana flaca que mata a su marido talentoso”.
– Hay muchas mujeres que quieren ser enfermeras, ¿no?
–¡Ja! ¡Todas! Mi terapeuta Ken me contó de un tipo que siempre estaba enfermo y no sabía por qué. Le hicieron estudios, y era porque le hacía mal la carne. ¿Y qué le daba la mujer de comer todos los días? ¡Carne! Las peores son las actrices, igual.
– ¿Por qué?
–Porque nunca se bajan del escenario. Bueno, algunas sí, pero la mayoría tardan. Son ficción en la vida real. ¿Siguen con actrices esos?
– ¿Quiénes?
–Todos los rockeros. [Y enumera: Calamaro, Mollo, Fito, Iván Noble…] No la entienden, ¡es con modelos! ¡Hay que estar con modelos! Con actrices no existe. Además, no les mejoraron mucho la música esas actrices, ¿no?

Hoy, en esta tarde calurosa, Charly no está peleador. Y tiene los brazos cubiertos de cortes, muchos y bastante profundos, aunque ninguno es una herida alarmante: se los ve muy claramente a la luz del día, en el cuarto limpio y aireado. Heridas que vienen, sospechas que van, desarma y sangra. “Es mi vicio cortarme”, explica, y cuenta que se lastima con un cúter, el mismo que usa para sus collages y sus varias labores de diseño, como el cuadro de él con Menem y el de los Rolling Stones con Menem que cuelga sobre su cabeza y sobre el que escribió “Prostitution”.

¿Fue prostitución tocar para Menem en Olivos, o qué fue? Ese encuentro hizo que muchos le bajaran el pulgar, incluso gente que lo amaba (casi) incondicionalmente. Hay fans que dicen no ser capaces de perdonarlo. “Cuando yo fui a Olivos fue lo más. El es fan mío. Yo fui a tocar para él. Quería ver si era humano. Y era. Le saltó una lágrima con «Los dinosaurios» y la tengo filmada. Fue un delirio. Mucho más divertido que ahora con los Kirchner. Sé que los músicos van a tocar a la Rosada, es un embole. Lo vi a Kirchner diciendo «nosotros». ¿¡Qué nosotros!? ¡Yo!” Para Charly, un presidente es aquel que se acerca a los artistas importantes de su pueblo, los respeta y los pone en su lugar. Aquel que elige al mejor de los artistas, y lo distingue. Menem hizo eso por él. Charly puede ser pueril y egoísta, a veces. Y no cede su estatus de estrella que está más allá de politiquerías. El merece ser recibido por el presidente, él anda en limusina, él es Say No More; el que no escucha, el que emite. No hay más que discutir.

No quiere hablar mucho de Menem, igual. Insiste en sacarse fotos con los cortes de los brazos. Heridas que lo llevan a la sangre, y entonces cuenta su internación en Austin, Texas en marzo de 2007. Está relatada en el libro Say No More de Sergio Marchi –en su versión actualizada–, pero Charly tiene su propia forma de narración que es puro surrealismo mágico. Escuchen… Llegó a Texas en silla de ruedas, cuenta, para ir a un recital de Pete Townshend invitado por Andrew Loog Oldham. Era un raro show del ex Who, y Charly no dudó en tomarse el avión. Algo pasó en el concierto, según Andrew, cuando Townshend canto “Let My Love Open the Door”, algo que impactó emocionalmente a Charly hasta demolerlo. “Yo me acuerdo que me pasé como ocho días en un hotel tomando whisky y fumando faso. Rompí todo en el hotel, reviví Tommy. Ya me había pasado de chico: para mí Tommy era real, era mi vida. Después me quise ir, quise volver a Argentina, y en el aeropuerto me preguntaron qué mes era, y les dije cualquiera. Si era marzo les dije junio, algo así. Entonces me ofrecieron internarme. Me trataron muy bien. Nada que ver con cómo me tratan acá. ¡Nada que ver! Me preguntaron si quería cambiarme la sangre, algo loco, que yo había leído de los Stones, en las revistas. ¡Sí!, les dije y fui adonde me proponían.” En la clínica, que él recuerda como una suerte de cámara futurista, blanca y brillante, lo trataron como correspondía a su fragilidad, hasta le pusieron un brazalete que prohibía darle cualquier tipo de drogas, una protección de alérgico, una garantía de distancia, una realización del no toquen, no quiero que me toquen. “Me daban flanes violetas. No sé de dónde los sacaban. Era todo así, de otro planeta. Me cambiaron la sangre: de un lado del tubo salía mía, espesa, y del otro entraba un elixir. Era sangre de vírgenes del Amazonas, un líquido cristalino. Es un programa de desintoxicación con toda la tecnología más de lo más en Houston, que es para poca gente, no lo conoce todo el mundo. Pero cuando volví acá, que estaba perfecto, no me querían creer.”
– ¿Qué no te querían creer?
–Que estuve ahí. Que me cuidaron. Yo venía tan limpito que, cuando volví, me dieron unas pastillas y las tomé, acostumbrado al trato delicado que me venían dando. ¡Y eran unas pastillas súper densas! Igual: nunca me creen.

Charly mira por la ventana, y después desliza los dedos-garras por el teclado que tiene sobre las piernas de faquir, bajo su cuerpo de aguja. Sabe que su mente es un tapiz. Y se explica. “Pasa que hay un porcentaje de verdad y de mentira en lo que cuento. Y ni yo sé la diferencia.”

“¡Anota!” es la orden otra vez, y si no soy rápida, Charly me arranca el cuaderno de las manos y él mismo escribe lo que quiere. “Charly es lo más, lo demás no existe”, por ejemplo. Ahora quiere dictar, sin embargo. “Esto es lo que dijo Ken Lawton, el terapeuta que vi en Bath: «Virtudes: memoria excelente, buena persona, no quiere cambiar. Defectos: a veces se olvida el cepillo de dientes».”

No quiere cambiar. Acaso porque, como a Tommy, lo quisieron cambiar demasiado. “Mi mamá me pegaba las orejas con cinta scotch porque decía que las tenía separadas. Todo ortopedia.” Odia a su madre, lo dice. Extraña a su papá, que se murió hace mucho. Tiene una foto muy grande con él, Charly es chiquito y hermoso, el padre sonríe. “Parecés muy contento ahí”, y él, casi emocionado: “Y cómo no iba a estar contento, con este hombre”. El padre lo dejaba ser, o al menos ése es su recuerdo idealizado. Y así lo canta en “Kill Gil-Transformación”, una canción que termina a lo Andrew Lloyd Webber, puro Evita, tan emocionante, donde se explica: “No digas que estoy mal, yo la estoy pasando bien, yo sé por qué/ No insistan en ponerme cerraduras/ Soy libre y no pienso desistir/ Cuando quiero salir, no me importa morir/ No tengo fin”. El artista que hace rato parece terminal, extrema la lógica de sus letras. ¿O son sus letras las que extreman la lógica de su vida emocional, como él dice desde hace diez años? Como sea, todos los que quieren ayudarlo o se acercan a él, terminan expulsados o abandonan, se llamen hijo o manager. O quizá son rechazados por la propia intensidad de la situación: es difícil estar cerca de una bola de fuego que se alimenta de música y estado de arte permanente. Ese también es el constant concept y Charly, como los verdaderos e importantes artistas de vanguardia de todos los tiempos, le pone el cuerpo de forma literal.

Si los discos de Charly García son geniales o no –o siquiera buenos–, si sus shows excéntricos (sólo con auriculares con la música por FM, como en la presentación de Kill Gil en el Faena) valen la pena o ya no tiene mayor sentido ser espectador de sus caprichos, todo es debatible. Pero su presencia marca un signo de los tiempos con dolorosa precisión. La democratización de la tecnología tuvo una consecuencia que quiebra el paradigma que hasta hace poco constituía la industria cultural: democratizó la posibilidad de expresión. Cualquiera puede grabar un disco, sacar una foto, escribir un cuento, subirlo a Internet, llamarse artista. Este momento es la bisagra, caminamos sobre hielo frágil: lo cierto es que todos estamos buscando desesperadamente una instancia de legitimación. Hasta él, que definió a una generación con Sui Generis, el que conjuró a la Argentina de plomo escribiendo: “No cuentes que hay detrás de aquel espejo: no tendrás poder/ ni abogados/ ni testigos/ Enciende los candiles que los brujos piensan en volver a nublarnos el camino”. El que despertó de una patada al bucólico rock nacional-pastoral con Clics modernos gritando, una vez más, que no lo dejaban salir, y más tarde que estaba solo y confundido a la vez. Ahora mismo Charly es el que comprende que la radicalización implica soledad: es el más contundente artista conceptual argentino, y hace arte conceptual para gente que le pide otra cosa. Un recital prolijo, por ejemplo. Buena conducta. Un disco de canciones como los de antes. Charly se siente malentendido, o directamente no comprendido. Es posible que hasta tenga razón. También es posible que su búsqueda sea estéril en estos tiempos. La vanguardia es así. En tiempos de completa falta de certezas, de significados destrozados, no hay más brújula que las convicciones. Charly se sorprende cuando lee sus reportajes viejos, porque le parece que siempre dice lo mismo. Sucede que hay un par de cosas en las que cree, y eso no cambia. Sí, agrega bravuconadas y provocaciones que a veces son gratuitas y otras adolescentes, pero ese porcentaje de pavada también es parte del rock. Pero el centro de sus convicciones se mantiene. Y una de sus convicciones es la calidad de la música. Por eso busca a Andrew Loog Oldham, porque fue el productor de los Rolling Stones en la maravillosa era de los arreglos sofisticados y Brian Jones, el medio de los años 60. Por eso no quiere editar su disco por lo que llama “el sello Monchito” y mucho menos una edición de autor, independiente, horror de los horrores. Cuando él era chico y estaba en el trance sagrado de poner un disco de los Beatles en la bandeja, cuando el vinilo giraba lo que Charly veía, junto con la música, era el nombre del sello. Charly cree en las instituciones del rock: se ilumina cuando nombra a Decca, a EMI- Odeón. No es un viejazo. No es un conservador. Es un artista que está cuestionando el estado de cosas, y se pregunta por el nuevo paradigma, lo interpela en carne viva. Puede putear en orden a las tres mayores productoras de la industria del rock local, puede despreciar a los que manejan las discográficas: ése es su enemigo hoy. Dice que no quiere hablar con contadores, y, encima, pendejos. Empleados que no saben de música ni de artistas. Quiere que vuelvan los viejos empresarios, los que paraban la oreja y decían: “Es esto”. Productores y empresarios como Phil Spector, Sam Phillips, George Martin. La mediocridad del rock local convertido en una industria que lo margina por no quedarse callado, aunque Oldham le explicó que, para lidiar con ellos, debe ser “simple e hipócrita”. Ya no le sale. La fragmentación que encuentra no le cierra. El “arte” que encuentra no le mueve un pelo.

¿No entendió y se quedó afuera? Su odio por el MP3 y las computadoras es de una intensidad insólita, furibunda. Quizá si, quizá se quedó afuera, como dijeron que se quedó Dylan cuando apuntó que ya no se hace buena música porque el CD no sirve como soporte y el mejor sonido era el del vinilo, y los discos se graban de forma analógica o no se graban. Esa desorientación de Charly es dolorosa de ver pero profundamente verdadera, y él la canta en “Telepáticamente”: “Cuál es la salida, cuál es la pared/ Dónde está la herida, dónde está el dolor/ Dónde está la guía, dónde está el amor”.

– ¿Qué no te gusta de las bandas nuevas?
–Nuestro rock era bueno. Vos escuchás a Almendra y no lo podés creer. Acá no saben tocar rock, y lo que se inventó era una cosa que no tiene nada que ver con lo que pasa ahora. Estos pendejos graban en su casa y no corrigen nada, lo dejan así. Y si no, tenés a los chabones. Esas bandas que siguen al público, no al revés. Músicos que escriben para la hinchada. El concepto de artista está demasiado democrático. Para la gente del negocio es más fácil conseguir un pendejo lindo y decirle lo que tiene que hacer. Y tapizar el auto con piel de músico. Nadie tiene ideología interesante; antes lo importante era qué estabas diciendo, o si tenías algo para decir. Tampoco hay técnicos. Nadie te hace los discos, es todo Pro Tool. Pero aunque a mí se me puede ocurrir una idea, necesito alguien que la ejecute. Un técnico no es una cosa menor, un productor es importantísimo. Eso no se hace más.
– Hace diez años le decías a Rolling Stone que los discos los hacías casi todos vos. ¿En Kill Gil tocás todo de verdad?
–Sí. Eso tampoco se lo bancan, que toque todo.
– Pero, ¿quiénes no se lo bancan?
–Los de EMI, me dicen boludeces de la lista de músicos.

Otra vez Kill Gil, entonces. El gran disco que no puede ser. La postura de la discográfica, no enunciada oficialmente pero reconstruida a partir de varias conversaciones, puede resumirse así: EMI no pretende ser una traba en la carrera de García, pero Charly le debe un disco a la companía. Grabó Kill Gil con dinero de EMI, superó ampliamente el presupuesto disponible, nunca entregó el disco y EMI no quiere lanzar un CD que ya lo tiene todo el que lo quiere, dicen, en forma pirata. Se pensó en hacer un buen packaging con Kill Gil, sumarle bonus, imágenes para un DVD y contrarrestar así la piratería y el hecho de que ya haya circulado, pero Charly no envía el listado de músicos participantes e invitados en cada tema, ni la autoría de ninguna canción, lo que podría significar juicios en puerta para EMI y para el propio García. Así, si no entrega una nueva producción, no volverá a grabar y lanzar oficialmente ningún disco. Si entrega un nuevo disco, cumplirá con el contrato y estará nuevamente libre para negociar su futuro con EMI o cualquier otra discográfica.

Charly dice que a Andrew Loog Oldham le pagó él, de su bolsillo, y que para grabar Kill Gil vendió una casa. Como necesita plata, sigue el camino de las modelos top: no sale de su casa por menos de 20 mil pesos. “Ahora no lo paga nadie –dice–, pero ya los van a pagar.” Su obsesión, a la que dedica horas y horas de regrabaciones y arreglos caseros, es terminar Kill Gil: “Lo que voy a hacer va a dar miedo. Kill Gil va a dar miedo. Quiero que la gente sienta lo que sentía en la época de la dictadura”.

Charly afloja un poco después de lanzar su mensaje admonitorio, ambiguo pero claro en la intención de sacudir. Está radicalizado, y lo sabe. También intuye que la radicalización en estos tiempos hiperadaptados significa soledad. Y está claro que lo intuye porque eso es Kill Gil, el personaje: un radical. Un terrorista, un guerrillero. Otro signo- personaje de los tiempos. Charly cuenta la historia, y como la cambia todo el tiempo, porque la vanguardia es así, ésta es una versión posible. “ Kill Gil nace en Palermo Bagdad. Se va a Estados Unidos y hace lo mismo que hacen todos los guerrilleros para poder lograr su objetivo final: se adapta. Pero no va a poner bombas, no al principio. Acá deja en su lugar a la talibana, que es una mujer velada. Es medio choto eso, pero bueno, ¡es metáfora! ¿Y entonces? Bueno, lo contratan como modelo publicitario. Y un día pasa por un lugar que le despierta sentimientos nobles y cambia. No es más terrorista o guerrillero. Dormía con la mitad de la cama ocupada por una bomba. Pero después resulta que no es una bomba: es un armazón. Entonces empieza a dormir solo. Más tarde, va al médico. Y el profesional que lo ausculta tiene oído absoluto y le dice que es La. Entonces él sabe que las torres gemelas son un diapasón. Para los que no saben: el diapasón vibra en La. Y la talibana se le aparece en sueños. Es una mujer hermosa. Pero nunca se sabe si es real o no. Entonces inventa la remera que dice I Hate New York, se convierte en un acólito de Warhol y decide hacer un disco. El disco tiene canciones para la mamá, para el hijo, para la novia. Si descubren el mensaje críptico que escondió en esas canciones se salvan, y si no, fueron.”

La narración-historia-película que cuenta Kill Gil transcurre en 1984 y tiene varios finales posibles. En uno, el ex terrorista sale con su guitarrita del estudio, fundido a negro, nubes sobre Central Park. Se sabe entonces que no puso la bomba, porque están las Torres Gemelas en pie. Pero hay otro final, tras otro fundido a negro. La cámara va hacia un cine donde se anuncia una película con Bruce Willis en la que Nueva York es atacada por rusos, mosquitos, King Kong, todo junto. El plano se abre y se ve que no es sólo una ficción: la Quinta Avenida está destrozada, y entre los escombros resalta una remera amarilla que dice I Love NY.

En otro final, el ex terrorista se hace millonario vendiendo la remera de I Hate NY. Que sería como la corbata-piano.

Ese final le gusta bastante a Charly. “Tony Bennett llamó para decirme que «Happy & Real» –una preciosa canción de Kill Gil con Charly solo al piano– es el mejor tema que escuchó en años. ¡Ojalá lo grabe!” Lo pone, para que lo escuchemos otra vez. Es en inglés, y dice: “Sometimes I feel happy and I feel blue at the same time”. Triste y feliz al mismo tiempo. “El año pasado, para mí, fue espantoso”, susurra Charly con sinceridad, y en toda su charla flota la ausencia de pares, de músicos con los que compartir: hay una foto de Charly y María Gabriela Epumer en el living donde ella parece ángel guardián pero también, sobre todo, compañera. Pero a Charly no le gusta mostrarse vulnerable. “No quiero nada bajón”, grita, y señala con el dedo el master negro y amarillento de Kill Gil. Y hace un pedido: “Seis cosas hay en la vida: salud, dinero y amor, sexo, droga y rocanrol. El que tenga una de esas que me escriba o que me hable. Por favor. Gracias. Y hasta luego, señorita.”

Por Mariana Enriquez

junio 04, 2008

Entrevista en Página 12 (Mayo 31, 2008)

MIGUEL GRINBERG Y LA REEDICION DEFINITIVA DE COMO VINO LA MANO
“Hoy se miente en nombre del rock”

A los 71 años, Grinberg se niega a anquilosarse, a ser un mero historiador. Pero no puede evitar la visión crítica sobre el estado de las cosas en un terreno artístico que su libro, relanzado con varios agregados, retrató como pocos.

Por Cristian Vitale

71 años no es poco en la vida de un hombre. Con todo, la edad biológica de Miguel Grinberg no parece suficiente para condensar en ella un periplo intensísimo, inquieto y avasallador. Zen pero agitado. Es como si el nombre que se le ocurrió junto a Susana Nadal para fogonear el primer ciclo de rock argentino, mediando los sesenta, hubiera funcionado como imperativo para la acción. Estuvo aquí, allá y en todas partes: vivenció la beatlemanía en tiempo y espacio (en Estados Unidos) y el mismísimo origen del rock argentino (en La Cueva), hizo amistad con Allen Ginsberg y Leroi Jones, tuvo a Raúl González Tuñón cara a cara, produjo y representó a León Gieco, Aquelarre y Pappo; motorizó las presentaciones de Artaud, esa obra enorme de Luis Alberto Spinetta, en el Teatro Astral y en el Atenas de La Plata; creó las revistas Eco Contemporáneo, Contracultura y Mutantia; cofundó la Red Nacional de Acción Ecologista y del Pacto Eco-Social de América Latina; tradujo al castellano a todos los poetas beat. Fue –es– crítico de cine y de música. Fue –es– periodista, meditador, educador, pacifista, militante ecológico y escritor. Fue –es–, en suma, un viejo hippie humanista que se resiste al anquilosamiento. “Hay jóvenes caducos a los veinte años, y hay viejos que mueren a los 75, en la flor de la juventud”, escribió un día, tal vez mirándose al espejo.

Hoy, el hombre –y su ancha mochila– está aquí, sentado en un bar de Constitución, con un propósito específico: acaba de realizarse la cuarta edición, tal vez la última, de un libro seminal sobre el rock argentino, Cómo vino la mano, y urge hacer a un lado el chiste fácil. No es que Grinberg “necesitó” reflotar un muerto para pagar la luz; es que Grinberg precisó confirmar una verdad que hace tiempo tiene en mente: el rock está casi muerto. “Pienso que estos 40 años tienen un moño encima. De la misma manera que no va a existir otro Gardel u otro Edmundo Rivero, tampoco va a haber otro Spinetta, Charly García o Miguel Cantilo. El período histórico del rock está horneado. Y hoy, como dijo Ricardo Soulé, estamos siendo asediados por una especie de pseudo rock”, manifiesta, justo él.
La tesis del rock is dead, en distintos modos presente desde la agonía del movimiento punk, es avalada y argumentada –hoy– desde infinitos puntos de vista. El de Grinberg se sostiene en denunciar con espíritu crítico y sin caretas la mercantilización del género y se espeja en dos aportes que el poeta beat toma como modelos: la carta abierta a los músicos escrita por Claudio Gabis –ex Manal–, donde ya en 1980 habla de moda, basura, imagen, apariencia, ilusión, engaño, infamia y superficialidad en el planeta rock, y el “alegato” expresado por Pablo Dacal durante un reflote del ciclo Aquí, allá y en todas partes (Biblioteca Nacional) en 2007. “El leyó un manifiesto que se llama ‘Asesinato del rock’, donde en la primera línea se permite decir generacionalmente ‘el rock no nos representa’... esto me detonó una visión: no sé qué nombre puede llegar a tener, pero está aflorando una nueva música hecha por una generación que nació bajo el influjo del rock, pero que lo trasciende. Chicos que se permiten instrumentar temas para 12, 13, 15 músicos, que ponen cuerdas... y pertenecen a Buenos Aires. Se está incubando la música de ahora, que no es una versión de la música de los ’60, ’70 u ’80”, sostiene.

–Durante un festival en Catamarca en apoyo a unos campesinos que les querían sacar las tierras, Spinetta también dijo “me cago en el rock”: siguen las firmas.

–Y es así, porque el rock fue expropiado por los intereses masivos, las corporaciones discográficas, los grandes productores y los vendedores de gaseosa, cerveza y teléfonos celulares, que están promoviendo todo lo que el rock fundacionalmente combatió: la masificación, la idolatría y el consumismo. Entonces, yo entiendo que ahora haya que cagarse en el rock, porque lo que se hace en su nombre es mentira, y tiene una faceta contraproducente.

La nueva edición del primer libro de historia del rock en Argentina, publicado originalmente en 1977, agrega a las anteriores un prólogo contundente (ver recuadro), entrevistas a Rodolfo García y Miguel Cantilo, fotos inéditas, un apéndice con artículos del mismo Grinberg publicados en las revistas La bella gente y Prensario (1968-1977) y un índice onomástico. “No me interesa, al estilo melancólico, pasarme filosofando sobre Tanguito que compuso ‘La Balsa’ en la Perla del Once. No quiero convertirme en el historiador oficial de los inicios del rock argentino. La vida me deparó ser coprotagonista de todo ese proceso, documentarlo en un momento muy particular, y he sentido que siempre le faltaba algo... entonces, a medida que iba haciendo las nuevas ediciones, los agregados iban completando el cuadro estético e ideológico. Si tuviera que escribir un nuevo libro sobre música le pondría Cómo sigue la mano o Como vendrá la mano.”

–Hagamos un poco de retrospectiva. ¿Recuerda el contexto en que fue presentado el libro? Era una época por lo menos compleja.

–Fue en la Feria del Libro de 1977. Estábamos en el despegue del terror, y mi actividad formaba parte de la resistencia cultural en la que yo estaba involucrado de una manera fortuita y polifacética. No era la resistencia armada, ni la resistencia heroica y suicida, era la resistencia poética, a la que yo aporté mi pedacito. En octubre del ’75, era crítico musical de La Opinión y al mismo tiempo jefe de publicidad de Columbia-Fox, la distribuidora de películas estadounidense, donde tenía mi propio circuito de microcine con 25 asientos y, como podía retener las copias de las películas prohibidas durante un mes antes de mandarlas a la aduana, organizaba pequeñas proyecciones para actores, escritores y críticos. Y en la radio yo era tabú, me habían echado de Municipal, y mandado a la mesa de entradas del Hospital Fernández, por ordenanza del intendente José Embrioni. Por supuesto que no era el héroe de la resistencia: estábamos todos en la misma película. Por eso digo que la primera edición de Cómo vino la mano fue como una especie de ladrillito en esa construcción. Confucio decía “en vez de maldecir la oscuridad, enciende una velita”, y cada cual encendía su velita.

–O se iba del país.

–Y, el oscurantismo es así. El invierno del ’75 fue terrible. Me acuerdo que unos tipos incendiaron La Rueda Cuadrada, el boliche donde tocaba Moris. Se bajaron de un auto, le pusieron un revólver en la frente al portero, le hicieron abrir el boliche, lo rociaron con nafta y lo prendieron fuego. Al día siguiente, Moris, la mujer y su hijo se fueron a España. Y se fueron los Aquelarre, y se fue León Gieco... bueno, lo que sabemos.

El Cómo vino la mano versión 2008 (editado por Gourmet Musical) conserva, felizmente intactos, detalles que hicieron a su esencia: además de los prólogos de las dos ediciones sándwich (“Juventud, divino camelo”, 1992; “El próximo rock”, 1985), las jugosas entrevistas a Moris, Pipo Lernoud, Litto Nebbia, Jorge Alvarez, Spinetta, Gabis, Santaolalla, Gieco, García. Y suma una enorme cantidad de notas al pie. “El editor me volvió loco –se ríe Grinberg–, pero está bien porque sirven para aclarar sobreentendidos de aquellos años sobre situaciones que hoy se desconocen. Un coloquialismo que, en el libro y con el paso del tiempo, se fue convirtiendo en algo enigmático.”

–¿Para quiénes?

–Como el texto se estudia en escuelas de Comunicación Social o Bellas Artes, me vienen a entrevistar alumnos que están haciendo su tesis o algún trabajo práctico... pienso en esa gente, que quiere reconstruir la época para entender qué pasó, de la misma manera que yo, cuando era chico y me dediqué a la poesía, quería saber qué diferencia había entre las revistas de Boedo y Florida, o descubrir qué poetas estaban vivos y podía entrevistar. Recuerdo la nota que le hice a Raúl González Tuñón: me tomé un vino con él y descubrí que era un filón, porque tenía un tipo que me contaba de primera mano cómo había sido la bohemia durante la Guerra Civil española, o en París con Picasso, Huidobro, Breton... fue una de las entrevistas más iluminadoras que hice en mi vida.