abril 15, 2006

HACIENDO QUE LA BONDAD PREVALEZCA SOBRE LA RAZON


Sun After Dark’, Por Pico Iyer

Aunque el Dalai Lama es cada vez más famoso como orador, pues queda en evidencia en cuanto empieza a hablar, que su verdadero don es el saber escuchar. Y aunque en la actualidad es muy celebrado en el mundo por su habilidad de dirigirse a audiencias tan grandes como las de un concierto de Bon Jovi, su fortaleza especial es dirigirse a veinte mil personas – budistas, abuelas y niños, por igual – como si estuviera hablando con cada uno de ellos en el idioma que mejor puedan entender. Hoy en día, las máximas del Dalai Lama se coleccionan y empaquetan como libros para llevar en el equipaje de mano, como temas para calendarios y consignas publicitarias, pero, creo, que el corazón de este hombre existe en silencio. En lo más profundo de su ser, este ser que se sienta cada día al amanecer, ojos cerrados, recitando plegarias con todo su corazón por sus opresores chinos, su pueblo tibetano y todos los seres sensibles, está solo.

Sin embargo, lo curioso de la vida del Decimocuarto Dalai Lama – algo que, de inmediato, la hace parecer una parábola y un koan – es que él ha debido vivir su destino espiritual prácticamente en todo el mundo por más de medio siglo, (y, de hecho, en un mundo político cuyo dios es Maquiavelo). Su historia es casi un enigma sin tiempo sobre la relación entre los medios y los fines: para proteger a seis millones de personas, y para preservar una cultura peculiar y largamente protegida que se encuentra a solo años de su extinción, él tiene que posar para interminables fotografías con modelos y dejar que sus charlas sean transmitidas en los clubes de baile de Londres. Hasta cierto punto, él ha debido acceder directamente a la confusión y el caos de la Era de las Estrellas para cumplir con sus deberes monásticos. La simple interrogante que lleva consigo a todas partes, es si el mundo estropeará su esfuerzo en lo más profundo antes de lograr su misión: después de todo, en tres siglos, nunca antes, ningún Océano de Sabiduría, Portador del Loto Blanco y Protector de la Tierra de las Nieves, sirvió de editor invitado para la revista francesa Vogue.

No hace mucho tiempo fui a visitar al Dalai Lama en Dharamsala, tal como lo había hecho a intervalos regulares desde mi adolescencia. Tomé el tambaleante vuelo de Indian Airlines desde Delhi a Amritsar, en sí una zona de guerra restringida (porque alberga la fortaleza Sikh del Templo Dorado), y desde allí tomé un taxi por cinco horas para subir las colinas del Himalaya. En la medida que me acercaba al asentamiento distante, ubicado en una saliente sobre un pequeño pueblo – las calles tan llenas de motonetas, bicicletas y vacas que, a menudo, difícilmente nos podíamos mover (por razones de seguridad, el Dalai Lama debe ir en auto durante diez horas por tales caminos cada vez que desea tomar un vuelo) – apareció Dharamsala, y luego desapareció, como una promesa de liberación, o algún lugar que realmente no existía.

La mayor parte del tiempo – un auto que colapsaba en el camino montañoso, un grupo de aldeanos arreglándoselas para empujarlo, la noche cayendo, y cada viraje parecía alejarnos de la hilera de luces a lo lejos –, estaba seguro de que nunca llegaríamos.Sin embargo, apenas se llega al lugar polvoriento y destartalado, uno se da cuenta que se encuentra muy lejos de un cuento de hadas, más bien, en el reino del sufrimiento, la vejez y la muerte. Las ventanas están rotas y los senderos a medio pavimentar en la pequeña ciudad lluviosa, donde el Dalai Lama ha tenido su hogar por más de media vida hasta hoy; incluso, los alegres gritos y canciones de los huérfanos en la Villa de Niños Tibetanos a un lado de la ciudad, tienen un aire levemente nostálgico, en tanto el sol se pone detrás de las montañas cercanas. Al llamar a la oficina del Dalai Lama, se escuchará que “Todas las líneas están ocupadas”, o que el número de cinco dígitos cambió ayer. A veces, mis llamadas se cortaban a media frase, entre un montón de estática; en ocasiones, me ponían en espera – sin fin, aparentemente – escuchando el tema “El puente de Londres se va a caer”.

Por ende, quizás, es el lugar perfectamente paradójico para un hombre humilde que vive solo, cuando no está siendo solicitado por Goldie Hawn o Harrison Ford. En la antesala de su sala de estar, después de haber sido revisado por un guardia tibetano y luego uno indio, uno se sienta bajo un diploma de Ciudadanía Honorífica del Condado de Orange, un premio del Rotary Club de Dharamsala, y una placa conmemorando un profesorado honorífico de la Universidad Estatal de Kalmyk. Máscaras ceremoniales, deidades hindúes y la Piedad sobre uno. En una pared hay una foto inmensa y antigua de la capital tibetana de Lhasa, mostrando que el palacio donde el Dalai Lama vivió alguna vez, ahora se encuentra rodeado de discotecas, burdeles y una nueva prisión china, con altos edificios empequeñeciendo las antiguas casas tibetanas.

El Dalai Lama tiene el don particular de ver el bien en todo y no verse afectado por locura que gira a su alrededor; siempre es absolutamente humano y totalmente él mismo. A veces, mientras se espera para verlo, su nuevo y exuberante amigo, un pastor alemán muy juguetón, entra corriendo a la sala y comienza a saltar sobre un grupo de monjes tibetanos que se encuentran aquí por un asunto serio, lamiendo los rostros de los maestros budistas sobresaltados antes de salir jugando al jardín nuevamente. A veces, un par de hipíes ingleses está a su servicio, pues el Dalai Lama está dispuesto a recibir consejo e instrucción de cualquiera (y sabe – tal es el patetismo de su vida – que, incluso, el viajero más desorganizado, puede saber de primera mano más sobre el Tíbet contemporáneo y la condición de su pueblo, que él mismo). Cuando un fotógrafo le pide que se quite los lentes, pose con esta expresión, se siente de esta o esa manera, él toma ese momento para preguntarle al joven sobre lo que vio cuando fotografió los levantamientos en Lhasa hace tantos años atrás.

Al sentarme frente a él en su sala de grandes ventanas, mirando sobre lomas cubiertas de pinos y el valle abajo – thangkas a todo nuestro alrededor en las paredes – el Dalai Lama se acomoda, se sienta con piernas cruzadas en su sillón y me sirve té. Siempre se da cuenta antes que yo cuando mi taza está vacía. Mientras habla, se mueve hacia delante y atrás, un hábito adquirido, uno nota, tras décadas de penosas y largas horas de meditación, a menudo en el frío. Y parte de este poder que a uno lo desarma (resultado, sin duda, de toda esa meditación y la dialéctica que posee), es que lanza hacia su persona un criticismo más duro que incluso el de sus enemigos más feroces.

Cuando vio por primera vez a Shoko Asahara, me cuenta un día (refiriéndose al hombre que luego planeó poner el mortal gas sarin en el sistema del metro en Tokio), él se conmovió genuinamente con la aparente devoción del hombre hacia el Buda: las lágrimas habrían empañado los ojos del maestro japonés cuando habló de Buda. Pero, el haberse reunido con Asahara fue, dice el Dalai Lama rápidamente, “un error. ¡Por causa de la ignorancia! Esto lo prueba” – y se larga a reír a toda garganta – “¡Yo no soy un Buda Viviente!” Otro día, hablando sobre los problemas del Tíbet actual, él se refiere al hecho de que hay “demasiadas postraciones allí”, y luego, en una explosión contagiosa de risa nuevamente, se da cuenta de que debiera haber dicho “demasiada prostitución” (de hecho, aunque, como él sabe, “demasiadas postraciones” pueden resultar en realidad un problema aun mayor). Le encantaría delegar parte de su responsabilidad a sus diputados, dice francamente, “pero, incluso si algunos de los ministros de mi gabinete desearan dar charlas públicas, nadie vendría”.

El resultado es que todo viene a él. El Dalai Lama es justamente famoso por su incesante calidez, optimismo e indulgencia – “el hombre más feliz del mundo”, como le llama un periodista amigo – aunque, su vida ha enfrentado incluso más dificultad y tristeza que la de nadie que yo conozca. Él está representando los intereses de seis millones de personas muy sencillas y privadas de derechos civiles en contra de una nación de 1.2 billón, a la que casi todo el mundo está tratando de hacerle la corte. Es el invitado de una gran nación con sus propios problemas, y que le estaría muy agradecida si simplemente se quedara tranquilo. Él viaja por el mundo constantemente (con un “certificado de identidad” amarillo para refugiados), y, aunque considerado por la mayoría como un líder al nivel de la Madre Teresa o el Papa, formalmente es excluido como Muammar Qaddafi o Kim Jong II. Se siente entusiasmado ante su encuentro con la Reina Madre del Reino Unido – pues recuerda que en su niñez veía cortos noticiosos con ella atendiendo a los pobres de Londres tras los bombardeos – pero el mundo se entretiene más con Sharon Stone.

Y así, el serio líder espiritual es tratado como una estrella pop, y el doctor de metafísica es solicitado por alguien de cualquier cultura, al enfrentar algún problema en su vida. Como monje, él parece más que feliz de ofrecer lo que pueda, tanto como pueda, pero nada de esto le ayuda a la liberación de su pueblo. Le pregunto un día sobre cómo se ve comprometido Tíbet por la complicidad con los medios masivos, y él me mira sagazmente y con una mirada penetrante. “Si hay personas que usan a los tibetanos o la situación tibetana para sus propios propósitos”, dice él, “o si se asocian con alguna publicidad para su propio beneficio, hay muy poco que podamos hacer. Pero lo importante para nosotros es no vernos involucrados en esta publicidad, o asociarnos con esas personas por nuestros propios intereses”.

El razonamiento agudo es típico en él, incluso cuando no se refiere al acertijo en que se encuentra. Precisamente, para satisfacer su mandato interno y externo, el Dalai Lama está obligado a moverse en el mundo de manera incesante. Tiene que oír a un reportero preguntándole cómo quisiera ser recordado – lo que es, en el contexto budista, similar a preguntarle al Papa qué piensa de Jennifer López. (“Realmente perdí la paciencia”, me dice él sobre la pregunta, “aunque no lo demostré”). Debe responder por cada escándalo que toca a cualquiera de los tantos tibetanos y grupos tibetanos en el mundo – a menudo, altamente respetados. Y debe tolerar y referirse a cada controversia que surge cuando su imagen es utilizada por Apple Computer, o cuando los jóvenes tibetanos se burlan de él como un antiguo pacifista entusiasta que no ha hecho nada por ayudar a Tíbet en cuarenta años.

Día tras día, al conversar en las tardes de un otoño radiante, con los monjes practicando el debate ritual fuera de su puerta principal, las capas de nieve brillando a la distancia, y las esperanzas de Tíbet vivas y palpables en el aire alrededor de la desgastada ciudad de exiliados, el momento en que el rostro del Dalai Lama, en cierto modo, se iluminó más, fue cuando habló de unos monjes católicos que conoció en Francia, que viven en completo aislamiento por años y años, y “permanecen casi como prisioneros” mientras meditan. “¡Maravilloso!”, exclama él, dejándole a su visita deducir que, si abandonado a su propia suerte, así es como le gustaría estar.

A estas alturas, después de dos autobiografías del Dalai Lama y dos películas importantes en Hollywood contando la historia de su vida, los aspectos ajenos al mundo de la vida del Dalai Lama son bien conocidos: su nacimiento en un establo en el Tíbet rural, en lo que se conocía localmente como el Año del Chancho de Madera (1935); su descubrimiento por parte de un grupo de monjes encargados de su búsqueda, quienes habían sido guiados hacia él por una visión en un lago sagrado; las pruebas aplicadas a un ser de dos años de edad, quien, misteriosamente, saludó a los monjes de la lejana Lhasa como su líder y en el dialecto de estos. Sin embargo, lo que no siempre resulta atractivo de esta mezcla de cuento popular y drama al estilo Shakespeare, es que el tema predominante de su vida, diría un budista, es el perder.

Para alguien que ve el mundo en términos de gloria temporal, es la historia agitada de un niño mendigo de cuatro años que asciende al Trono del León para gobernar uno de los tesoros más exóticos sobre la tierra. Para alguien que vive de veras la filosofía que el Dalai Lama representa, podría sonar distinto. A los dos años, perdió la paz de su tranquila vida en una casa de madera y piedra donde dormía en la cocina. A los cuatro, perdió su hogar y su libertad de ser una persona común, al ser nombrado jefe de estado. Luego después, perdió parte de su familia también y la mayoría de sus lazos con el mundo en general, tras embarcarse en un curso formidable de dieciséis años de estudios monásticos, y a los seis años, se vio forzado a elegir a un regente.

El Dalai Lama ha escrito con una calidez característica sobre su niñez alejada del mundo en el frío Potala, su palacio con casi mil habitaciones, donde jugaba con los barredores del palacio, instaló un proyector manual en el que pudo ver las películas de Tarzán y Enrique V, y vencía a su único compañero de juegos – su hermano inmediatamente mayor, Lobsang Samten – sabiendo que nadie se atrevería a castigar a un niño considerado encarnación del dios de la compasión (y, además, un rey). Sin embargo, la característica abrumadora de su niñez fue su soledad. A menudo, recuerda él, salía al techo de su palacio y observaba a los otros niños de Lhasa jugando en la calle. Cada vez que su hermano partía, él recuerda “estando de pie en la ventana, mirando, mi corazón lleno de pesar mientras él desaparecía a la distancia”.

El Dalai Lama nunca ha fingido no tener un lado humano, y aunque es ese lado el que se regocija con cada cosa que cruza su camino, a veces, es también ese lado el que no puede dejar de afligirse. Cuando los chinos, recién unificados por Mao Zedong, atacaron las fronteras en el este de Tíbet en 1950, el muchacho de 15 años fue obligado a asumir rápidamente el liderazgo temporal y espiritual de su país, perdiendo así su juventud (si no su inocencia), y los últimos vestigios de libertad. En su adolescencia iba en viaje a Beijing, haciendo a un lado los deseos de su pueblo temeroso, para negociar con Mao y Zhou En-lai, convirtiéndose, no mucho después, en el segundo Dalai Lama que salió de Tíbet, cuando pareció que su vida estaba en peligro.

A los veinticuatro años, pocos días después de completar sus estudios de doctorado, y haber sobresalido oralmente frente a miles de monjes que lo evaluaban, perdió su hogar para siempre: la “Gema que cumple los deseos”, como se le conoce entre los tibetanos, tuvo que vestir de soldado y huir por las montañas más altas en la tierra, esquivando aviones chinos y montado en un yak. El drama de esa pérdida vive dentro de él todavía. Una tarde asoleada le pregunté sobre el momento más triste de su vida, y él me dijo que usualmente sólo se conmueve hasta las lágrimas cuando habla de Buda o piensa en la compasión – o escucha, como lo hace constantemente - las historias y súplicas de los refugiados aterrorizados que salieron a escondidas de Tíbet para venir y verle.

“Generalmente, (dijo él, en su modo firme y prudente) la tristeza, creo, es relativamente manejable”. Pero antes de decir algo al respecto, miró a la distancia y recordó: “Dejé el Palacio Norbulingka esa noche tarde, y algunos de mis amigos cercanos y un perro quedaron atrás. Luego, en cuanto crucé la frontera a India, recuerdo mi última despedida, principalmente a mis guardaespaldas. Ellos enfrentarían deliberadamente a los chinos, y cuando se despidieron de mí, estaban determinados a regresar. Entonces, eso significa” – sus ojos se nublaron – “que ellos estaban enfrentando la muerte o algo parecido”. En los treinta y nueve años desde entonces, nunca ha vuelto a ver la tierra en que nació para gobernar.

Yo también recuerdo ese drama: el viaje de cuentos de hadas del niño rey del Reino Prohibido fue el primer evento mundial que me impresionó cuando estaba creciendo; poco después, cuando mi padre fue a India a saludar al tibetano recién llegado, regresó con una foto de él siendo niño pequeño, la que el Dalai Lama le dio tras mencionar a su hijo de tres años en Oxford. Desde entonces, como muchos de nosotros, me he topado con el líder tibetano en todas partes que voy – en Harvard, Nueva York, en los cerros de Malibu, en Japón – y he tenido la experiencia incluso más particular de verlo infiltrarse de alguna manera en los mundos menos pensados: el que fue mi profesor de Virginia Wolf en la escuela de estudios superiores apareció en mi vida nuevamente como editor de un libro de las charlas del Dalai Lama sobre el Evangelio; en las Olimpíadas, un viejo amigo y escritor de deportes para el New York Times comenzó a recordar cómo cubrió al Dalai Lama en la primera gira del Tibetano a Estados Unidos en 1979, y lo encontró fantástico porque era tan humilde. “Suena como si te considerara parte de la familia”, dijo una vez un amigo, cuando le dije que el Dalai Lama y su hermano, igual de travieso, me llaman “Pinocho”. Pero en realidad, su don radica en el considerar a todo el mundo como parte de su familia.

Al mismo tiempo, el mundo en sí no siempre estuvo muy interesado en los detalles de su lejano país o en una tradición que parece pertenecer a otro mundo. Cuando Tíbet solicitó ayuda en contra de China a la recién formada Organización de las Naciones Unidas, fueron el Reino Unido e India, sus dos patrocinadores ostensibles quienes argumentaron en contra de siquiera escuchar la moción. Y, recientemente, en los años 80, recuerdo, las conferencias de prensa del Dalai Lama en Nueva York se encontraban casi desiertas; una vez, cuando organicé un almuerzo para él con un grupo de editores, uno de ellos me telefoneó un par de días antes para cancelarlo, porque nadie quería realmente venir a la oficina un día lunes sólo para conversar con un monje tibetano.

Cuando lo visité por primera vez en Dharamsala en 1974, realmente me sentí como si estuviera mirando a uno de los depuestos emperadores de China o Vietnam, sentado en un lejano exilio. Mientras estábamos sentados bebiendo té en su cabaña modesta y colorida, por la habitación pasaban nubes provenientes de la lluvia afuera – todo lo que podíamos ver a través de las grandes ventanas era bruma y gris – y parecía como si realmente estuviéramos sentados en el cielo, al menos una milla por sobre cualquier cosa que se sintiera real.

Incluso, una de las paradojas de la vida del Dalai Lama – el koan de responder a su deber espiritual en el mundo – es que, al parecer, fue su entrenamiento monástico lo que le permitió ser una presencia tan atractiva y carismática en el mundo. En sus primeros años en India, el Dalai Lama utilizó el abandono del mundo para organizar su comunidad en exilio y para escribir la constitución de su país (en parte para hacer presente su propia denuncia). Incluso el exilio podía ser una liberación, decía él: lo liberó del antiquísimo protocolo que lo mantenía esposado en Tíbet, y unió a los grupos eternamente en pugna en una causa común. Aunque, él utilizaba su tiempo libre particularmente en largos retiros de meditación, disfrutando de una soledad que nunca podría haber tenido en Tíbet (o puede tener en Dharamsala, ahora).

Robert Thurman, el profesor de estudios tibetanos en Columbia (y padre de la actriz Uma), recuerda haber conocido al Dalai Lama por primera vez en 1964, cuando lleno de ambiciones espirituales interrogó al joven tibetano sobre shunyata, o vacuidad, mientras el Dalai Lama lo interrogaba a él, no menos entusiasmado, sobre Freud y el sistema bicameral estadounidense. “Fue entretenido”, dice Thurman, usando la expresión que a menudo la gente utiliza al referirse al Dalai Lama. “Ambos éramos jóvenes entonces”. A la vez, las respuestas que el monje daba con sus sólo veinte años a preguntas teológicas complejas no eran mejores, siente Thurman, que aquellas otorgadas por monjes superiores.

Sin embargo, cuando el líder tibetano emergió de sus retiros y vino al mundo – Thurman lo vio en su primera gira a los Estados Unidos en 1979 – “Casi me desmayé. Su calidez y magnetismo personales eran tan fuertes. En el pasado, obviamente, él tenía el carisma ritual de ser el Dalai Lama, y siempre ha sido encantador e interesante, y muy ingenioso. Pero, ahora, él había abierto un manantial interior de energía, atención e inteligencia. Era glorioso”.

E, incluso, ese aire de responsabilidad – la palabra que siempre enfatiza con el mismo vigor es “compasión” – nunca lo ha abandonado. Recuerdo haber ido a verlo el día después que obtuvo el Premio Nóbel, cuando tocó que estaba (como tan usual en su vida) en un rancho suburbano en Newport Beach. Lo que me impactó en esa ocasión fue que, en cuanto me vio, me condujo rápidamente (como lo hubiera hecho con cualquier visitante) a una pequeña habitación y pasó los primeros minutos buscando una silla en la que yo pudiera estar cómodo – como si yo fuera el nuevo laureado Nóbel y él, el periodista intruso.

Pero lo que recuerdo también de ese momento es que, incluso cuando el mundo lo estaba celebrando – telegramas y faxes llenando una habitación en el primer piso – él no podía salir de su premura. “A veces”, confesó él, “me pregunto si mis esfuerzos tienen realmente un efecto. A veces, siento que a menos que haya un movimiento mayor, los grandes temas no cambiarán. Pero, ¿cómo dar inicio a este movimiento mayor? Inicialmente, debe venir de la iniciativa individual”.

Él concluyó que la única forma sería mediante “un esfuerzo continuo, un esfuerzo incesante, siguiendo objetivos claros con esfuerzo sincero”. Dijo que cada vez que salía de una habitación, intentaba apagar la luz. “En cierto modo, es absurdo. Pero si otra persona sigue el ejemplo, luego cien personas, se logra un efecto. Es la única manera. Las naciones más grandes y los líderes más poderosos no se preocupan. Entonces, nosotros los seres humanos pobres debemos realizar el esfuerzo”.

Viéndolo ahora, lo encuentro mucho más metódico que en esos días (y, por supuesto, mucho más fluido en inglés); cuando los grupos de la televisión vienen a entrevistarlo, él sabe cómo aconsejarlos sobre dónde ubicar sus cámaras (y cuando comienza a hablar, rápidamente nota que mi grabadora se está moviendo sospechosamente rápido). Sigue tan jovial como antes, pero sí parece más determinado a hablar a partir de su lado serio en la medida que los años pasan y que Tíbet se acerca más al olvido. Cuando antes solía saludarme con un namasté indio, ahora lo hace estrechando la mano, frotándola con la propia, como para transmitirle algo de su calidez.

Mientras conversamos, - cada tarde a las dos, día tras día – se saca sus lentes y estriega sus ojos; sus asistentes dicen que en los años recientes, por primera vez, lo han visto cansado, su cabeza inclinada hacia atrás en su sillón (este hombre que usualmente se ve dispuesto a la conversación, como trayendo toda su atención y vigor con sus pequeños ojos). Ahora no cuenta con mucho tiempo para la práctica espiritual, me dice él – sólo cuatro horas al día (sus deberes aumentan en la media que se vuelve un monje más avanzado). Todavía gusta hacer “algún trabajo de reparación de relojes e instrumentos pequeños”, y todavía adora cuidar de sus flores. Una de las respuestas más largas y animadas que me ofrece surge cuando le pregunto por sus “cuatro gatos pequeños”. Pero en estos días, el verdadero recreo que se puede tomar es escuchar el servicio mundial de la BBC, al que, confiesa alegremente, es adicto.

Ésta es la tendencia de un carácter cautivador, juvenil, lleno de curiosidad; pero también es la confesión de un hombre cuyos deberes están casi completamente atados al quehacer del mundo, minuto a minuto. Una cosa que el Dalai Lama no es, es ser ajeno al mundo. Él puede explicar detalladamente por qué la causa tibetana se encuentra más débil que la de los palestinos, o cómo la globalización está, a lo más, impulsando un tipo de Budismo en mufti. Sus referencias casi siempre provienen de las noticias más recientes del día, y ve todo – desde la caída del Muro de Berlín hasta la tragedia de Ruanda – tanto para observar cómo el hecho ilumina alguna teoría metafísica, como para ver qué otro tipo de enseñanza imparte. El exilio le ha permitido, le dirá, volverse un estudiante del mundo en una forma en que ningún Dalai Lama anterior pudo, y ver un planeta que él y los Dalai Lamas anteriores a él, sólo podían observar a través de las cortinas de un palanquín. El mejor aspecto de sus viajes es que puede fijar reuniones con científicos y sicólogos, y líderes Hopi, todos los que, él cree, pueden ayudarle a refinar su entendimiento de su propia tradición. Los budistas pueden y deben aprender de los católicos, los físicos, incluso, de los comunistas, rápidamente le dice a sus seguidores sobresaltados – y si las palabras del Buda (mucho menos las del Dalai Lama) no surgen de la evidencia, éstas deben descartarse de inmediato.

Ésta es una razón por la que le interesa mucho más hacer preguntas que dar respuestas, y se siente mucho más cómodo como un estudiante (lo que ha sido, en el contexto del Budismo Tibetano, la mayor parte de su vida) que como un maestro. Es también por ello que yo diría que su cualidad soberana es la atención: observar al Dalai Lama entrar a un auditorio repleto, o sentarse en una larga ceremonia monástica que tiene a muchos otros cabeceando, se le verá mirando alrededor con viveza por lo que pueda captar: un amigo al que saluda inconscientemente, algún pequeño detalle que traerá una sonrisa a su rostro. La alerta es el punto donde el niño algo travieso y el monje rigurosamente entrenado convergen, y aunque el mundo responde ampliamente a su corazón – por lo que irradia, más su aire de amabilidad y bondad – el centro específico de él viene nada menos que de su mente, y las facultades analíticas perfiladas en una de las tecnologías metafísicas sofisticadas del mundo. Hasta ahora, he visto que es bastante común que el Dalai lama recuerde una frase que usted le dijo hace siete años, o complete una frase que comenzó noventa minutos atrás, mientras amarra sus firmes botas montañeras. A veces, en grandes encuentros, reconocerá un rostro que vio por última vez en Lhasa hace cuarenta años. Una vez, mientras conversábamos, de pronto él recordó algo que un inglés le había dicho veinte años atrás – sobre el valor de decir a veces “No sé” – y me preguntó de manera indagatoria, qué pensaba al respecto.

Una vez más, la ironía aquí es que la atención que ha cultivado con la meditación – durante retiros y a manos de maestros muy estrictos – es lo que le ha ayudado en sus viajes; el entrenamiento espiritual tiene una aplicación constante y práctica en el mundo – ésta es una de las lecciones de su vida y su ejemplo. La mayor parte del tiempo está hablando a personas que no saben nada de budismo e incluso con aquellos que pueden ser hostiles a éste. Ha adiestrado el arte de hablar de manera simple y ecuménica, desde el corazón, enfatizando, como lo hace, “la espiritualidad sin fe, simplemente siendo un buen ser humano, una persona afectuosa, una persona con sentido de responsabilidad”. Hablándole a sus monjes, imparte charlas filosóficas que pocos de nosotros podríamos seguir; hablándole al mundo, él se da cuenta de que lo más importante es no correr antes de poder caminar. El título de uno de sus libros habla de no “iluminar” el corazón, sino, simplemente, “encenderlo”.

Hasta cierto punto ha sacado provecho de su difícil situación, en parte aprendiendo de las religiones occidentales y las prácticas de meditación en otras tradiciones, como los anteriores Dalai Lamas escasamente pudieron hacerlo. Y también ha tenido que lidiar con una amplia estampida hacia el budismo para el que el mundo puede no estar preparado (a tal punto que, en la medida que pasan los años, él le dice más y más a los occidentales que no se vuelvan budistas, sino que simplemente permanezcan en su propia tradición, donde hay un riesgo menor de caer en motivaciones mezcladas y, sin duda, una menor tendencia a la confusión). Escucharle hablar en todas partes desde San Pablo a Chicago, Philip Glass dice: “La palabra ‘Buda’ nunca surgió. Él habla sobre compasión, él habla sobre un vivir recto. Y esto resulta muy poderoso y persuasivo en las personas porque está claro que él no está allí para convertirlos”.En breve, el pragmatismo vence al dogmatismo. Y la lógica no cede ante nada. Un día él me dice, con los ojos brillando con el deleite de un estudiante inmerso en uno de los debates rituales de Tíbet, “de 5.7 billones que conforman la población mundial, la mayoría de ellos son ciertamente no creyentes. No podemos discutir con ellos, decirles que han de creer. ¡No, imposible! Y, hablando de manera realista, si la mayor parte de la humanidad permaneciera no creyente, no importa. ¡Ningún problema! El problema es que la mayoría ha perdido o ignora, los valores humanos profundos – la compasión, el sentido de responsabilidad. Esa es nuestra mayor preocupación. Pues cuando hay una sociedad o comunidad sin valores humanos profundos, ni una sola familia humana puede ser feliz”. “Por lo tanto, dice triunfante, la bondad es más importante que la creencia”.