| Publicado en diario de hoy
El amor se amasa como el pan, es una amalgama cuyo resultado final resulta imprevisible. Transforma a quienes aman y transforma también a quienes son testigos de tal cúspide artesanal. Cada cual elige: su mano es una herramienta ideal para la caricia, pero convertida en puño sirve a su vez para la trompada. Amar y ser amados, ésa es nuestra misión en la Tierra. No nacimos para sojuzgar pueblos ni para acopiar fortunas. Llegamos desnudos y partimos desnudos. La eternidad es un congreso de amantes empedernidos.
Amar es también abstenerse de causar daño. Es saber callar cuando la palabra hiere. Es tolerar las faltas del otro. Amar es ser uno menos en el infierno de la metrópolis y ser uno más en la silenciosa tarea de dar sentido al acto de respirar. Uno no es apenas un buscador de afectos, también debe estar atento a la realidad de ser buscado por otro ser, y de ser encontrado en el momento único del enamoramiento. El amor, además de mover montañas, crea universos. Modela o trasforma las comunidades. No hacemos el amor: el amor nos hace. Pero reducido a su faceta genital, no nos diferencia mucho de los animales. En cambio, convertido en espacio sagrado motiva e ilumina, exalta y salva. Ya sea erótico, espiritual, psíquico o cósmico. Urge reasumir la ternura. Urge, urge tremendamente recrear el amor.
Se trata de un fragmento del prólogo de Ternura, deleite supremo , último libro de Miguel Grinberg, poeta, periodista, ecologista y movilizador espiritual.